Opinión: Fuera Ratas Dominicanas

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Por: Luis Mayobanex Rodríguez

Aún recuerdo con dolor la frase con que titulo este artículo. Entró de manera inesperada a mi espacio visual, mientras transitaba en un vehículo por el Expreso Trujillo Alto al llegar a la avenida 65 de Infantería, en lo que tal vez era mi tercer viaje a Puerto Rico. Era un inmenso letrero escrito a spray a color negro.

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Para mi sorpresa no era el único de naturaleza xenofóbica que vería durante mi recorrido hacia el viejo San Juan. En varias intercepciones de calles se repetiría, a la vez que en calcomanía con slogans análogos en vehículos motorizados.

Más aún. Al paso de los días constaté como los chistes y comentarios denigrantes hacia los/as dominicanos en programas de radio y televisión parecían ser parte de la cotidianidad puertorriqueña. Lo viví de manera directa cuando un dilecto amigo de la familia de mi esposa me preguntó en que se parecía un sándwich cubano a un emigrante dominicano y cuando dije no saber, me contestó en que con uno es suficiente. El ambiente que se respiraba era contrario al que había conocido y disfrutado en viajes anteriores.

Lo visto hasta ese momento resultó ser aspectos de una campaña racista montada por sectores políticos del país. Al efecto, se disponía de un comité contra la migración extranjera que encontraba razón de ser en rechazar la “invasión” de ilegales a Puerto Rico sobre todo desde República Dominicana, por poner en peligro “nuestra existencia como pueblo”, según una declaración que la Agencia de Prensa Internacional (UPI) atribuyó a los líderes del Comité.

Como un guion de película para ser aplicado en cualquier país receptor de migrantes y en cualquier tiempo, en aquel entonces, año 1991, los articuladores e impulsores de esa campaña partían de argumentos como que los indocumentados/as dominicanos desplazaban a los puertorriqueños de sus puestos de trabajo; provenían de lo peor de dichos nacionales y tendían a “ennegrecer” al país. Además de ser promiscuos en la relación hombre-mujer.

Para colmo y tal y como si estuviéramos en el Viejo Oeste americano donde se colocaba precios a los perseguidos por crímenes cometidos, el legislador Edison Misla Aldarrondo, del pro estadidad Partido Nacional Progresista, nombre partidario parecido a uno fundado posteriormente por los Vinchos en R.D., propuso colocar una multa de mil dólares al Estado dominicano por cada indocumentado de dicha nación que fuera detenido, según refiere la Dra. Palmira N. Ríos en su ensayo Acercamiento al Conflicto Dominico-Boricua.

Con su propuesta, que no prosperaría, Misla Aldarrondo alcanzaría más notoriedad política en Puerto Rico y con el tiempo llegaría a ser presidente de la Cámara de Representantes, exitosa carrera política que terminaría al ser detenido en el 2002 y condenado en el 2003 y 2004 a 22 años de cárcel por cometer actos lascivos e impúdicos contra su hijastra desde que tenía 9 años, por abusar sexualmente de una de sus amigas menor de edad y por 15 cargos de corrupción.

Esta campaña racista y xenófoba que tomaba curso en la Patria de Emeterio Betances, valorado como el Padre de la Patria Puertorriqueña, amigo y colaborador de Gregorio Luperón e hijo de Felipe Betances Ponce, comerciante que nació en el Santo Domingo español, coincidió con una masiva ola de deportación de haitianos/as de distintas edades y sexos residentes en territorio dominicano.

Amparado en el Decreto 233-91 del 13 de junio de 1991, dictado por el entonces presidente Joaquín Balaguer, que ordenaba deportar a “los extranjeros menores de 16 años y a los mayores de 60 años que trabajan o viven en las plantaciones azucareras”, el Ejercito Nacional desarrolló masivas redadas, durante meses, en barrios, centros comerciales, bateyes, caminos y carreteras resultando repatriadas millares de personas, mayormente haitianos indocumentados, pero también dominicanos hijos de descendientes haitianos que al momento de las redadas no podían presentar la documentación requerida por los militares. Los apresamientos y deportaciones se hacían sin el más mínimo respeto a la ley y a derechos humanos elementales que protegen y disfrutan los seres humanos, sin importar condición migratoria.

Con su decreto 233 y las subsiguientes expulsiones masivas, el presidente Balaguer respondía a organismos de derechos humanos internacionales, medios de prensa y gobiernos que reclamaban un mejor trato a los trabajadores cañeros y que condenaban lo que consideraban “prácticas de trabajos forzados” impropias de una sociedad moderna a las que estaban sometidos en los ingenios azucareros.

Ese enrarecido e injusto ambiente que envolvía a tres naciones caribeñas y que lesionaba la dignidad humana y desgarraba nuestra alma de emigrantes, llevó a un grupo de activistas e intelectuales provenientes del Caribe, establecidos en New York, a romper lanza y quebrar la inercia contra la denigrante campaña anti-dominicana en Puerto Rico y la infame ola de deportación de haitianos en R.D.

Fundamos, para tal propósito, el Comité Haitiano-Dominicano y Puertorriqueño que operó desde Broadway Temple, iglesia metodista que para entonces era dirigida por el reverendo Ediberto López y que está ubicada en el corazón mismo de la comunidad dominicana en New York.

Actuamos, como emigrantes, a partir del criterio de que todo empeño por hacer prevalecer los justo no conoce ni frontera ni nacionalidad.

Aleccionados por la historia misma de la humanidad, expusimos el permanente proceso de movilidad territorial de grupos poblacionales, sea por interés de fuerzas económicas y sectores sociales dominantes o por la búsqueda del bienestar y desarrollo humano. El Estado en el sistema social que vivimos tanto puede restringir como ampliar el flujo migratorio, todo está sujeto a los intereses de las clases de quienes ejercen el control político y económico del mismo.

Reflexionamos en la comunidad haitiana asentada en Brooklyn y en la dominicana mayormente establecida en el Alto Manhattan, sobre el uso de chivos expiatorios que de los inmigrantes han hecho tradicionalmente los grupos de poder, sea en medio de crisis económicas, contiendas electorales o de conflictos políticos y bélicos.

La mejor manera de entender la anterior afirmación es conociendo la situación política que vivía la Isla, que comparten Republica Dominicana y Haití, al momento en que se le dio inicio al abusivo Decreto 233-91, que como ya dijimos ocurrió bajo una administración del último Cortesano de la Era de Trujillo, Joaquín Balaguer.

La 6ta  administración del viejo caudillo de Navarrete era el producto de un viciado proceso electoral cuyos resultados crearon una fuerte crisis política que tuvo como salida el reconocimiento, de hecho, de la victoria de Balaguer por una parte de los líderes y funcionarios electos del PLD , aun y cuando Juan Bosch, líder del principal partido de oposición de entonces, había denunciado ser víctima de un fraude colosal y llamó al pueblo a protestar contra los intentos de Balaguer de perpetuarse en el poder.

Balaguer encabezaba un gobierno cuestionado en su legitimidad, minoritario en comparación a los votos alcanzados por el dividido campo opositor y con un partido, el Reformista Social Cristiano, que vio reducida su representación congresual y municipal, a lo que se sumaba una situación económica de crisis, elementos de la cual eran un estado recesivo, la caída del PIB, aumento acelerado en los precios de los artículos y servicios básicos, así como del desempleo y la deuda externa.

El nuevo gobierno enfrentó, desde el principio, una fuerte resistencia popular, en la cual públicamente desempeñaron un rol de primer orden el movimiento sindical, los pobladores barriales organizados en comités de luchas populares y los partidos de oposición, particularmente el PLD, este último, incluso, convocó un paro cívico el 13 y 14 de agosto, de 2 días, previo a la toma de posesión, que era 16 de agosto de 1990.

Estas protestas populares fueron reprimidas por las fuerzas del gobierno, resultando varias personas asesinadas, muchas más heridas y centenares de apresadas a lo largo y ancho del territorio nacional.

En ese mismo periodo, pero en Haití, en diciembre de 1990 el pueblo elegía de manera democrática a Jean Bertrand Aristide, ex sacerdote salesiano exponente de un discurso de izquierda y crítico de los EE.UU. Arístide resultó electo con un elevadísimo 67%. Encarnaba una manifiesta esperanza para los sectores sociales y raciales más vulnerables de su país, esperanza que podía impactar más allá de los 27,750 kilómetros cuadrados del territorio haitiano.

A pesar de la popularidad y legitimidad del nuevo gobierno, investido como tal el 7 de febrero de 1991, en su contra se desató un proceso conspirativo que encontró aliento dentro y fuera de la hermana nación.

Incluso, era del dominio público que parte de los golpistas operaban desde territorio dominicano, confirmando lo dicho por el Profesor Silvio Torres-Saillant en su ensayo Cuestión Haitiana y Supervivencia Moral Dominicana, “que las clases dominantes dominicanas, que hoy parecen desafiar a la democracia haitiana, nunca han entrado en contradicción ideológica con el duavalierismo”.

En este sentido, las repatriaciones masivas (se llegó a considerar un número de 15 mil repatriados/as) desde territorio dominicano no era tan sólo una respuesta a las acusaciones internacionales sobre las horrorosas condiciones de vida y de trabajo de los haitianos en RD, sino también resultaba ser un componente más de la estrategia desestabilizadora y golpista que se aplicaba en contra del gobierno encabezado por Aristide.

Tres meses y diecisiete días después del fatídico Decreto 233-91 y a siete meses de tomar posesión, esto es el 30 de septiembre de 1991, Aristide fue derrocado por un golpe militar que públicamente lideró Roul Cédras y que contó con el apoyo de las elites haitianas, iniciando así un duro régimen dictatorial que sería aislado por la comunidad internacional. Esa dictadura era oxigenada a través de la “vulnerable” frontera dominico-haitiana.

La recreación de esta realidad histórica no muy lejanas pone de relieve como el tema migratorio ha sido usado y seguirá siendo usado en búsqueda de beneficios políticos perversos, en ilegales y desestabilizadores procesos conspirativos y en la construcción de falsas unidades nacionales que solo sirven a las elites históricamente dominantes.

Además de ser usados como chivos expiatorios por sectores que controlan la estructura de poder, los emigrantes en ocasiones resultan ser víctimas de franjas pertenecientes a la clase trabajadora con escasa conciencia de clases. Cuando esto ocurre lo que se impone, entre los propios trabajadores, es la competencia por las migajas, por espacios de seguridad y sobrevivencia y posiciones laborales, no la batalla común contra el enemigo de clase. Así, el prejuicio abona el desencuentro, desplazando la necesaria conciencia que haga posible la solidaridad de clase.

A las razones políticas y económicas que pudieron motivar las campañas antiinmigrantes en RD y en Puerto Rico en el año 1991, hay que agregar el racismo y la xenofobia como componentes esenciales en que se sustentaban, lo cual abordaremos en próximos artículos.

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